martes, 30 de octubre de 2012

Vacas Flacas Forever




Dice mi amigo “H” que “un amigo es un hermano elegido”, pensamiento que comparto de lleno con él. Siento que para que alguien verdaderamente pueda ser eso, tu hermano, deben pasar algunas cosas que van más allá de la mera convivencia, debe haber algo más; una especie de fusión, una especie de complementación que te lleva a hacer de esa persona, parte de ti, de tu familia; parte de tu vida, y constituir un buen capítulo de tu historia.
Considero algo muy importante agradecer, que a lo largo de la vida he tenido la gran bendición de haberme topado con algunas personas con quienes existe ese vínculo especial; ese sentimiento que los giros de la vida, el tiempo, el cambio de estatus, el cambio de estado civil no han podido afectar en lo más mínimo, de hecho, en muchos casos, lo ha afianzado aún más.
Ese es el caso de mis amigos de toda la vida, aquellos que conocí en mi pubertad, y que hasta la fecha, cuando todos estamos al borde de la andropausia,  aun seguimos teniendo esta sensación de pertenencia a la banda, al barrio, a la familia; situación que honestamente, ya no es muy común encontrar en las actuales generaciones.
Todo comenzó con una cascarita de basket, en los tiempos en los que para ligar, era fundamental ir a las canchas. Ahí seguramente podías conocer  a la chica que te gustaba, a la que igual y no dejaban salir, solo con chaperón. O quizá aquella que tenía unos hermanos con tendencias chacaloides que te veían con cara de “te voy a madrear” cada que te les acercabas a las susodichas chiquillas.
Una manera de hacerte atractivo para las chicas que frecuentaban las canchas, obviamente era saber jugar buen basket, esa técnica de barrio, de contacto, con golpes, con sangre. Ese basket que además de anotar puntos y vencer a los contrarios, te va forjando cierto respeto, te hacía visible ante las demás personas.
No crean que en nuestro caso era sólo eso, también nos unió aquella necesidad muy característica de los jóvenes de pertenecer a algo, y dentro de ese algo, hacer cosas importantes, de tener logros; además por supuesto, de que éramos una verdadera amenaza juntos, ya que nos burlábamos de cuanto fulano se nos atravesara, y la mayoría de ocasiones, no terminaban con la mente muy saludable que digamos.
Un buen día decidimos entrar a un torneo de barrio, sin saber siquiera cómo se llamaría el equipo, de pronto de aquél ingenio mordaz que nos caracterizaba, decidimos llamar al equipo VACAS FLACAS, yo creo que en una especie de burla, ya que eran los años dorados de los Toros de Chicago y casi todo cascarero aspiraba a ser Michael Jordan y creer que solo porque tenía unos flamantes y muy caros tenis AIR JORDAN llegaría a jugar muy bien al basket.

Cosa que obviamente no sucedía, y a nosotros nos daba pie para hacer mofa de esa clase de comportamientos botanezcos, que al mismo tiempo nos ayudaba mucho a mermar el  espíritu del contrincante.
Hubo ocasiones en las que la burla llegaba a tales grados, que de la presión que sentían, más de una vez  se armó la melé, y podrías ver a 12 o 15 weyes pelando en batalla campal por un simple partido de basket bol.
Sin embargo, a nivel del barrio eso te daba fama, te hacía una persona de respeto, no cualquiera se atrevería a pelar con una VACA FLACA, porque sabía que implícitamente se estaría echado encima a toda la jauría de perros, y definitivamente no es lo mismo pelar con uno, que pelearte con quince weyes gobernados por la testosterona.
Nuca nos metimos con nadie, nunca nos peleamos sólo por el hecho de hacerlo, siempre nos cuidamos unos a otros. La hermandad llegaba a tanto, que mi hermano y yo teníamos muchas casas, en donde hasta fecha, aun nos estemos cayendo de borrachos, siempre tendremos una cama en donde dormir, y un plato de comida humeante para curarla.
Algo que me hizo decidir hablar de mis hermanos, fue el recordar nuestras famosísimas fiestas de halloween. Puntada que se nos ocurrió instituir, como homenaje a un hermano que se nos adelantó. Se llamaba Alfredo, y nos dejó muy joven tras ser vencido por la leucemia.
Alfredo, o el Popis como le decíamos afectuosamente, nos acompañó en las primeras dos fiestas y según nos dijo él mismo, habían sido las mejores fiestas de su vida. Por eso decidimos celebrarlas en fecha de Todos Santos para conmemorarlo, en este extraño ritual que abre este fascinante campo límbico que flota entre la vida y la muerte. El ambiente de esas pachangas era de lo mejor, ya que eran de riguroso disfraz; había varios concursos, excelente música que casi siempre fue amenizada por mi amigo Carlos Poxtan, que actualmente es Director de programación de EXA FM Querétaro, de ese tamaño era el pachangón.
Sin exagerar les puedo decir que la fiesta llegó a ser tan famosa entre los amigos del barrio, del CCH, de la UNI, etc. Que llegamos a reservarnos el derecho de admisión, e incluso, nos aventamos la puntada de hacer boletos personales, y dejar aproximadamente dos horas esperando en la calle a las personas que no traían boleto.
Hace unos meses encontré a un compañero de generación del CCH en un avión rumbo a Tijuana, después de cruzar saludos y algunas cosas de actualización personal, lo único que me dijo fue: “ya haz una fiesta, como aquellas que hacías en el CCH… fueron las mejores fiestas de mi vida”.
Con el paso de los años, el cambio de casa, la adopción de responsabilidades, el aumento en los integrantes de las familias, fueron complicando que nos reuniéramos para hacer una fiesta de tallas épicas.
Sin embargo, los sentimientos que nos unen siguen presentes. No me interesa negar el lugar de donde vengo, no le doy la espalda a mi familia, a mi barrio; a las vivencias que me definen, y con ellas, las personas que forman parte de mi vida, de mi familia, de mi alma.
Y tal y como está plasmado en mi piel para siempre, en forma de tatuaje, puedo decir con todo el orgullo que ello encierra: que yo soy VACAS FLACAS FOREVER

sábado, 20 de octubre de 2012

Los Amorosos




Afortunadamente para mí, desde hace algún tiempo me he dado cuenta de que no me gusta platicar de lo que a la mayoría de las personas les gusta hacerlo. Es decir, no me gusta platicar del clima, porque a final de cuentas nunca se nos tiene contentos, si hace frío, si hace calor, si llueve, siempre habrá una buena oportunidad para hacer un comentario negativo. Así que simplemente no me interesa.
No me gusta platicar de política, porque ya hace tiempo también, que tengo muy metida en mi cabeza esta idea de que el poder no es de los políticos, ni del pueblo, ni de los narcos. El poder es de los que tienen el billete, porque nuestra vida, la de todos, está regida por el billete. Por su generación, acumulación, ostentación. Sí, el billete rifa.
Eso me lleva a otro desinterés, no me gusta platicar de dinero, charla que los de nuestra generación consideran como una de sus favoritas, de alguna manera en toda charla de tragos, sale a relucir quién tiene y quién no tiene dinero; que si las cosas están muy caras, que si las colegiaturas agobian, que si el carro necesita servicio, que si las vacaciones nos dejaron secos, que si necesitamos ganar más, etc., toda charla-discusión-debate-confesión con respecto a este tema es somnífero para mi, el motivo, es que todos estamos igual de jodidos, quizá algunos puedan tener una casa un poquito más grande, o un carro un poco mas nuevo, pero para ser honestos, no tenemos el futuro asegurado. Y a excepción de aquellos a quienes mencionaba arriba que pueden definir el rumbo del país, todos estamos jodidos. ¿Entonces para qué discutir nuestra miseria?
No me gusta hablar de religión porque aunque creo que Dios existe, en realidad no sé cuál es su domicilio fiscal; no sé si vive en una iglesia, un templo, una sinagoga. Simplemente sé, con cada partícula de mi corazón que Dios vive dentro de nosotros. Y que esa relación debe ser tan íntima, que no es necesario exhibirla ante una congregación o hermandad, ni mucho menos tratar de influir a los demás para que vean al Dios que nuestros ojos quieren ver, eso, tampoco me interesa.
De lo que sí me gusta hablar, y de hecho, de lo único que considero valioso hablar, es de mí.
Lo que pienso, lo que siento, lo que he vivido y el resultado de esas vivencias, porque para ser honesto, he de reconocer, que eso, es lo único que tengo para dar a los demás. Esa visión particular de lo que a todos nos pasa, pero que todos vemos de manera diferente. De aquello que todos hemos sentido, pero que nos ha afectado de diferente forma.
Y dentro de esos grandes temas, que considero valioso hablar y hablar y habar, es de cómo vemos las relaciones amorosas, del efecto que produce en nosotros ese sentimiento que mueve al mundo; esa dosis de estupidez que es la causa de muchos de nuestros desatinos y que es la fuerza que nos invade cuando el espíritu parece rendirse.
Cada vez que alguien me cuenta que sufre, o que tiene trauma de amor, me doy cuenta de que en realidad, no hemos aprendido absolutamente nada de la vida.
Lo digo así porque se supone que las experiencias deben ayudarnos a abrir nuestra visión de las cosas. El dolor, el sufrimiento, la calamidad deberían enseñarnos a que a final de cuenta, “no pasa nada”, o como dijera mi mamá cuando me veía meditabundo y cabizbajo: “de amor nadie se muere”.
Y es que algo que no he llegado a entender con el paso de los años, es por qué todas experiencias solamente traen trauma y cerrazón. Es decir, cada relación amorosa, debería traer consigo una enriquecedora experiencia, llena de buena vibra, de crecimiento a nivel persona, porque la verdad de las cosas, llevarse bien con alguien, que es completamente diferente a ti en todos los aspectos, no es nada sencillo.
Ese tiempo que se invierte en conocer a alguien, tratar de compaginar en gustos, unas cuantas salidas, el cachondeo, el choreo, etc. Debería traer cosas positivas, es decir, darnos cuenta de que a pesar de que siempre no fuimos el uno para el otro, finalmente nos dimos la oportunidad de conocernos y en lugar de perder una pareja, igual y ganamos una amistad verdaderamente profunda.
Desafortunadamente la mayoría de ocasiones, las cosas son completamente diferentes.
Terminamos odiando a quien en algún momento dijimos amar, dejamos de llamar a quien cada cinco minutos llamábamos solo para decirle “te amo”, y terminamos mentándole la madre a quien llegamos a compartirle nuestra cama.
Una de las cosas que puedo afirmar de mi, es que con el paso de los años he aprendido a amar verdaderamente, tanto que he sido capaz de ser amigo de quienes amé en algún momento, y al parecer nos llevamos mejor ahora, que antes cuando decíamos amarnos locamente.
Ya les platicaré en algún momento una de estas maravillosas experiencias.
Hoy cerraré esta intervención con uno de mis poemas favoritos, de uno de mis autores favoritos y que irremediablemente me viene a la cabeza cada vez que encuentro a alguien que tiene un corazón cerrado a causa de amores errados.

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
 el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre- ¡qué bueno!- han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos. 

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosas, hambrientas,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida. 

Jaime Sabines.