sábado, 20 de octubre de 2012

Los Amorosos




Afortunadamente para mí, desde hace algún tiempo me he dado cuenta de que no me gusta platicar de lo que a la mayoría de las personas les gusta hacerlo. Es decir, no me gusta platicar del clima, porque a final de cuentas nunca se nos tiene contentos, si hace frío, si hace calor, si llueve, siempre habrá una buena oportunidad para hacer un comentario negativo. Así que simplemente no me interesa.
No me gusta platicar de política, porque ya hace tiempo también, que tengo muy metida en mi cabeza esta idea de que el poder no es de los políticos, ni del pueblo, ni de los narcos. El poder es de los que tienen el billete, porque nuestra vida, la de todos, está regida por el billete. Por su generación, acumulación, ostentación. Sí, el billete rifa.
Eso me lleva a otro desinterés, no me gusta platicar de dinero, charla que los de nuestra generación consideran como una de sus favoritas, de alguna manera en toda charla de tragos, sale a relucir quién tiene y quién no tiene dinero; que si las cosas están muy caras, que si las colegiaturas agobian, que si el carro necesita servicio, que si las vacaciones nos dejaron secos, que si necesitamos ganar más, etc., toda charla-discusión-debate-confesión con respecto a este tema es somnífero para mi, el motivo, es que todos estamos igual de jodidos, quizá algunos puedan tener una casa un poquito más grande, o un carro un poco mas nuevo, pero para ser honestos, no tenemos el futuro asegurado. Y a excepción de aquellos a quienes mencionaba arriba que pueden definir el rumbo del país, todos estamos jodidos. ¿Entonces para qué discutir nuestra miseria?
No me gusta hablar de religión porque aunque creo que Dios existe, en realidad no sé cuál es su domicilio fiscal; no sé si vive en una iglesia, un templo, una sinagoga. Simplemente sé, con cada partícula de mi corazón que Dios vive dentro de nosotros. Y que esa relación debe ser tan íntima, que no es necesario exhibirla ante una congregación o hermandad, ni mucho menos tratar de influir a los demás para que vean al Dios que nuestros ojos quieren ver, eso, tampoco me interesa.
De lo que sí me gusta hablar, y de hecho, de lo único que considero valioso hablar, es de mí.
Lo que pienso, lo que siento, lo que he vivido y el resultado de esas vivencias, porque para ser honesto, he de reconocer, que eso, es lo único que tengo para dar a los demás. Esa visión particular de lo que a todos nos pasa, pero que todos vemos de manera diferente. De aquello que todos hemos sentido, pero que nos ha afectado de diferente forma.
Y dentro de esos grandes temas, que considero valioso hablar y hablar y habar, es de cómo vemos las relaciones amorosas, del efecto que produce en nosotros ese sentimiento que mueve al mundo; esa dosis de estupidez que es la causa de muchos de nuestros desatinos y que es la fuerza que nos invade cuando el espíritu parece rendirse.
Cada vez que alguien me cuenta que sufre, o que tiene trauma de amor, me doy cuenta de que en realidad, no hemos aprendido absolutamente nada de la vida.
Lo digo así porque se supone que las experiencias deben ayudarnos a abrir nuestra visión de las cosas. El dolor, el sufrimiento, la calamidad deberían enseñarnos a que a final de cuenta, “no pasa nada”, o como dijera mi mamá cuando me veía meditabundo y cabizbajo: “de amor nadie se muere”.
Y es que algo que no he llegado a entender con el paso de los años, es por qué todas experiencias solamente traen trauma y cerrazón. Es decir, cada relación amorosa, debería traer consigo una enriquecedora experiencia, llena de buena vibra, de crecimiento a nivel persona, porque la verdad de las cosas, llevarse bien con alguien, que es completamente diferente a ti en todos los aspectos, no es nada sencillo.
Ese tiempo que se invierte en conocer a alguien, tratar de compaginar en gustos, unas cuantas salidas, el cachondeo, el choreo, etc. Debería traer cosas positivas, es decir, darnos cuenta de que a pesar de que siempre no fuimos el uno para el otro, finalmente nos dimos la oportunidad de conocernos y en lugar de perder una pareja, igual y ganamos una amistad verdaderamente profunda.
Desafortunadamente la mayoría de ocasiones, las cosas son completamente diferentes.
Terminamos odiando a quien en algún momento dijimos amar, dejamos de llamar a quien cada cinco minutos llamábamos solo para decirle “te amo”, y terminamos mentándole la madre a quien llegamos a compartirle nuestra cama.
Una de las cosas que puedo afirmar de mi, es que con el paso de los años he aprendido a amar verdaderamente, tanto que he sido capaz de ser amigo de quienes amé en algún momento, y al parecer nos llevamos mejor ahora, que antes cuando decíamos amarnos locamente.
Ya les platicaré en algún momento una de estas maravillosas experiencias.
Hoy cerraré esta intervención con uno de mis poemas favoritos, de uno de mis autores favoritos y que irremediablemente me viene a la cabeza cada vez que encuentro a alguien que tiene un corazón cerrado a causa de amores errados.

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
 el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre- ¡qué bueno!- han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos. 

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosas, hambrientas,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida. 

Jaime Sabines.


No hay comentarios:

Publicar un comentario